
Por Esteban Dómina
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El autor: nació en Las Varillas, provincia de Córdoba, un 15 de abril de 1952. Actualmente reside en Agua de Oro, Sierras de Córdoba. Se graduó de Contador Público y Licenciado en Administración en
Su afición por la literatura y la escritura es de toda la vida. Publicó numerosos artículos, ensayos y notas en distintos medios gráficos y es autor de seis libros: De puño y letra (1998), Historia mínima de Córdoba (2003), La misteriosa desaparición de Martita Stutz (2005), Morir en grande (2006), Caso Penjerek (2007) y Caso Yalovetzky (2008).
Es, además, conferencista y columnista de historia argentina del diario
CONTAR
La celebración del Bicentenario es una buena ocasión para poner en debate cómo contar la historia. Si de una manera lineal, episódica, o interpretando el contenido de cada etapa. La primera fue adoptada durante décadas por la escuela argentina y reproducida a mansalva en manuales y textos escolares, representaciones alegóricas y discursos de ocasión. La segunda, en tanto, fue ganando espacios en los últimos años, permitiendo al público asomarse a otra visión de la historia, más amena y esclarecedora a la vez.
Casi podría decirse que durante generaciones se transmitió una imagen del 25 de Mayo edulcorada y cándida, cuando fue todo lo contrario. Aunque ese día no corrió sangre –la sangre corrió a raudales más tarde, durante la guerra de la independencia- no fue una jornada ingenua ni fortuita. Fue más bien el remate de una operación concebida por un núcleo de patriotas que la llevó a cabo de manera planificada y eficaz. Tampoco el objetivo era inocente, se trataba de una disputa de poder, de arrebatárselo a los representantes de la corona española caída en desgracia para ponerlos en manos de la gente de acá, de los llamados criollos.
Puestas las cosas de esa manera, poco importa si ese día llovía o no, si hubo paraguas o de qué color eran las cintillas que repartían French y Beruti. Lo que realmente importa es que prevaleció el sentimiento de libertad e independencia frente al statu quo que representaba el poder español. La ilusión de construir una patria americana a ser súbditos de un reino remoto y ajeno.
El mejor homenaje que puede hacerse a los protagonistas de esa primera hora no es entonces sacralizarlos en imágenes solemnes y acartonadas, sino destacar su valor y claridad de propósitos para concretar un sueño. Y no quedarnos con la foto de ese día feliz, sino contar cómo siguieron las cosas, la guerra que vino después y el infortunio que le esperaba a cada uno de ellos, que en pocos años fueron devorados por la adversidad, el olvido o la tragedia. Como Mariano Moreno, que murió en alta mar, o Castelli, juzgado por sus pares. O Belgrano, pobre y enfermo. Y así.
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